sábado, 22 de septiembre de 2012

Ruido Blanco según Antonio Mochón (Tendencias21)

Os dejo aquí la que considero, hasta ahora, la lectura crítica más inteligente de mi último libro, en la revista Tendencias 21.
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Un ancla para un mundo saturado de señales
 
Raúl Quinto propone en su último poemario la construcción de un asidero real, donde todo es espectáculo.
 
Un ancla para un mundo saturado de señales
“¿Blake no habló de grilletes forjados por la mente? Dioses y diablos nos convierten en niños asustados. Debemos acabar con ellos y alzarnos, felices, altos majestuosos”.
Grant Morrison


Si el ruido blanco, como la luz blanca, es una señal aleatoria que contiene todas las frecuencias y si el resultante es el caos registrado en una gráfica plana, bien sirve como metáfora de un mundo saturado de señales que obtiene como resultado nuestro particular registro del caos diario, por ejemplo, en los catastrofistas noticiarios de la sobremesa.

Raúl Quinto (Cartagena, 1978) —quizás porque el silencio en según qué tiempos parezca obsceno— ofrece un análisis, directo (50 páginas) y en forma de poemas, a partir de los patrones explicativos de este caos blanco que nos caracteriza; y lo hace, como no podía ser de otra forma, con el punto de mira en los mass media, instancias modeladoras de nuestras creencias, gustos, vivencias y, en última instancia, de nosotros mismos.

Entre las virtudes de Ruido blanco (La Bella Varsovia, 2012) está la de rescatar el lenguaje de la contradicción, aquel estilo de la negación del que hablara Debord cuando los situacionistas eran cuatro locos. La contradicción es inherente a todas las cosas y también a nuestro mundo, el que unos pocos han creado para su beneficio y que, en la era del whatsapp, ha hecho de la incomunicación una de sus señas de identidad más universales. Ahora diseñamos emociones:

“Diseña un edificio cuyas puertas
desaparezcan una vez cruzadas.

Diseña una emoción”.
p. 12

El ser humano es una miniatura del ser humano, un llavero en nuestros bolsillos. No necesitamos más que visitar la Piazza de la Signoria en hora punta y comernos un helado mirando la obra de los hombres. Esta vida vicaria de tamagochis, Second lives y perfiles sociales es nuestra tragedia: como una sombra nos persigue, se nos apropia y nos vive plácidamente.

“Algunos aseguran
que una cabeza separada
del cuerpo puede continuar consciente
casi medio minuto. Esos ojos
abiertos de raíz
frente a la multitud. Eso decir.”
p. 12

Encuentro en Ruido blanco una obsesión por la instantánea, por la imagen detenida y fragmentaria, por la fotocomposición o la superposición, por lo difuso, lo borroso y el vértigo ante las zonas limítrofes.

La tendencia instructiva-expositiva de Raúl Quinto, su estilo aséptico de laboratorio o mesa de operaciones incide sutil pero abiertamente sobre nuestra mirada acostumbrada a no ver. Mostrar la descomposición, acusarnos y, acto seguido, intuir una salida a lo que en realidad era un callejón sin entrada.

Como si el ruido de las bombas creara una melodía (“En la confusión de todas las voces amanece un idioma nuevo”, p. 13), la búsqueda de un nuevo lenguaje y, con él, de una nueva identidad con la que, volviendo a Debord, nos emancipemos de las bases materialistas de la verdad tergiversada. Por eso espera el derrumbe, como una esperanza. Ese “labrarse una desgracia” de Palahniuk, la igualdad matemática del todo y la nada, el cero elemental (blanco) desde donde comenzar.

La humanidad, escribe Benjamin, convertida en espectáculo de sí misma, ha llevado su autoalienación a un grado tal que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético.

Y aquí cobran sentido los poemas vertebradores del libro sobre Christine Chubbuck, periodista estadounidense que en los años setenta se suicidó mientras presentaba un informativo en televisión.

Una sociedad que prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser, no puede sino celebrar estos inmensos happenings cotidianos: accidentes de tráfico, guerras y suicidios, todo televisado.     
 
El espectáculo rutinario, que nos ha servido en riguroso directo la Guerra del Golfo o la caída de las Torres Gemelas —violencia tranquilizadora desde nuestros sofás—, confiere valor de verdad a la imagen (“El encuadre lo es todo”, p. 18). La forma ha ocupado el fondo y se confirma aquella máxima de McLuhan: el medio es el mensaje.

O, lo más preocupante, sencillamente no hay mensaje y por eso nos recreamos en la técnica. Nuestra sociedad, convertida en espectáculo de sí misma, se autofagocita con los Sálvame de rigor que levantan la sospecha sobre si somos la última fase de un cruel experimento conducente a salvaguardar al marionetista:

“… Alguien duerme.
Alguien nos sueña. Comprobaron
la eficacia del método
en animales superiores:
un elefante cae a plomo
ante los ojos de la prensa.”
p. 19

Pero no está el canto apocalíptico sin más. Si hay una enfermedad, parece decir Raúl Quinto, necesitamos un diagnóstico. El problema es que el lenguaje que tenemos no sirve, necesitamos un nuevo idioma, nuevos signos. Signos como el de Christine Chubbuck (“Ella quiere expresar su condición / de palimpsesto”, p. 22), como lo es el hombre que se quema a lo bonzo en Italia o como quizá lo sea, por ridículo que parezca, “saquear” un Mercadona con carritos de la compra llenos de arroz y leche; puede que todo esto, en el terreno simbológico, contribuya a construir un nuevo lenguaje con el que sobrescribir el anterior. O no.

Lo que parece claro es que necesitamos redescubrir los signos que nos rodean, volver a poseernos, sacudirnos de todo aquello que no somos.

Todo nuestro edificio está agrietado. Sus cimientos son frágiles, como nosotros. La imagen dicta nuestra fortaleza, amparada en un supuesto confort y bienestar, pero acumulamos un malestar latente (“El enjambre interior”, p. 27), la “revolución latente” de Baudrillard, pues en el fondo sabemos que todas nuestras decisiones, en el nombre de la felicidad, ya están tomadas. Nuestra vida kit nos aleja de ese “ahora absoluto” y los síntomas, la fatiga —mal del siglo de la sociedad moderna—, los despachamos con ocio y medicinas.

Somos fantasmas: alguien nos sueña. Hablamos una fantasmagoría: el significado “real” ha desaparecido y es su fantasma el que se pasea de signo en signo, sin llegar a estar en ninguno, como el deseo.

Fantasmas en un mundo en el que todo remite a otra cosa, en el que los cuerpos son mercancía que adquiere su valor como objeto de consumo (“Piensa en tu reflejo escindido en el escaparate. Consume tu cuerpo”, p. 46), un mundo de saturación de voces, luces, carteles, anuncios, máquinas, es un mundo blanco por acumulación y mezcla, un cóctel de signos (“Aumentando el microscopio: un signo dentro de un signo dentro de otro signo: ruido”, p. 33) que representan este gran simulacro sublimado cayéndose a pedazos (“… cada veintitrés fotogramas se inserta el rostro en descomposición de Ava Gardner (…) El decorado es inmenso”, p. 43). Pero es nuestro mundo y, como escribe Raúl Quinto, “No hay otro lugar. No hay otro tiempo. Solo el aquí” (p 46). Este es nuestro tiempo mítico, la profecía somos nosotros.

Ruido blanco empieza con el pesimismo de “Cero” y termina con el significativo “El ancla”. Forjar un ancla significa construir un asidero que no sea autodestrucción y que ha de partir de nosotros mismos. Sólo hay que mirar ese terreno arrasado y desposeído que llevamos adentro, atreverse a descubrir las contradicciones que albergamos. Estaremos cabreados y no tendremos miedo.


EL ANCLA

Ahora forjo un ancla. Una forma
afilada que enturbia el fondo del océano,
como el anzuelo que desgarra
la piel del pez sin atraparlo.
Entonces, las escamas y la herida.
El limo suspendido contra la dura roca.

Y la intemperie del adentro.


(p. 50).


Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.
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